Con los nervios a flor de piel
En Cuevas de Cañart está el afamado hotel Don Iñigo de Aragón, decorado con un gusto exquisito, lugar de buen comer, y un remanso de paz y tranquilidad en estas tierras perdidas.
No he entrado nunca; me lo han contado.
Donde sí he entrado, si no me baila el nombre, es en el convento de los monjes servitas, del s. XVIII, que hay al lado.
Y esto sí que impresiona.
En cuanto atraviesas la puerta, ya no puedes sino relajar los brazos,mirar arriba y abrir la boca.
Este antiguo convento ha perdido toda la techumbre, y ahí aguantan, en un "a ver quién puede más", todos los nervios que la sujetaban. Y en su titánica lucha contra el tiempo y contra las guerras de los hombres, estos nervios han creado un laberinto de arcos con el cielo de fondo, una telaraña de caminos elevados para comunicar las columnas entre sí.
Arcos y columnas y, entre ellos, de vez en cuando quiere asomar algún icono religioso como gritando: "¡Eh!, que yo también sigo aquí".
Arcos y columnas que parecen sujetarse unos a otros y que, si uno fallara, tal vez por empatía se derrumbara todo el conjunto, como un castillo de cartas.
Un lugar, en fin, del que cuando sales te hace volver la vista atrás, como para asegurarte de que efectivamente has visto lo que has visto, y de que el convento sigue ahí. Y del que esperas que siga ahí otros dos o tres siglos más. Por lo menos.
Nota: Hace no mucho me contó alguien que se había alojado en la hospedería que habían ido por la noche al convento, una noche de luna llena. Y, bueno, no sé hasta qué punto es imaginable lo que oí. Pero también me gustaría sentirlo.
En Cuevas de Cañart está el afamado hotel Don Iñigo de Aragón, decorado con un gusto exquisito, lugar de buen comer, y un remanso de paz y tranquilidad en estas tierras perdidas.
No he entrado nunca; me lo han contado.
Donde sí he entrado, si no me baila el nombre, es en el convento de los monjes servitas, del s. XVIII, que hay al lado.
Y esto sí que impresiona.
En cuanto atraviesas la puerta, ya no puedes sino relajar los brazos,mirar arriba y abrir la boca.
Este antiguo convento ha perdido toda la techumbre, y ahí aguantan, en un "a ver quién puede más", todos los nervios que la sujetaban. Y en su titánica lucha contra el tiempo y contra las guerras de los hombres, estos nervios han creado un laberinto de arcos con el cielo de fondo, una telaraña de caminos elevados para comunicar las columnas entre sí.
Arcos y columnas y, entre ellos, de vez en cuando quiere asomar algún icono religioso como gritando: "¡Eh!, que yo también sigo aquí".
Arcos y columnas que parecen sujetarse unos a otros y que, si uno fallara, tal vez por empatía se derrumbara todo el conjunto, como un castillo de cartas.
Un lugar, en fin, del que cuando sales te hace volver la vista atrás, como para asegurarte de que efectivamente has visto lo que has visto, y de que el convento sigue ahí. Y del que esperas que siga ahí otros dos o tres siglos más. Por lo menos.
Nota: Hace no mucho me contó alguien que se había alojado en la hospedería que habían ido por la noche al convento, una noche de luna llena. Y, bueno, no sé hasta qué punto es imaginable lo que oí. Pero también me gustaría sentirlo.
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