martes, 18 de diciembre de 2012

Cretas (Matarraña)

No estamos en Grecia
Según la mitología griega, Zeus raptó a Europa y se la llevó a una isla, a estar tranquilos. De su unión nacieron tres hijos; uno de ellos fue Minos, cuya mujer dio a luz al Minotauro, una bestia que fue encerrada en un laberinto construido por Dédalo (el de las alas). La dieta del Minotauro consistía en zamparse los sacrificios humanos que le ofrecían, hasta que un día un joven llamado Teseo, ayudado por Ariadna (también hija de Minos, pero bastante más agraciada que el Minotauro), entró en el laberinto desenrollando un ovillo de lana, mató al Minotauro, volvió a salir siguiendo el hilo, cogió a la chica y se fueron a una isla. Esa isla se llama Creta, y aunque en principio no tiene nada que ver con el pueblo que toca ahora, me apetecía escribir esta reseña.
Los primeros pobladores de Cretas se dedicaron, entre otras cosas, al noble arte de la pintura y, hoy día, todas estas figuritas de toros, caballos y cabras del barranco de Calapatá son Patrimonio de la Humanidad (desde 1998), y pertenecen a lo que se conoce como Arte Rupestre Levantino.
Según algunos historiadores, los siguientes en pasar por ahí fueron los tratantes fenicios que, aparte de recordarles con el nombre de alguna calle, llamaron a la localidad "Curetas" o "Curetes", aunque según la mayoría de historiadores, el nombre de la localidad vendría de "Queretes" o términos similares, todos relacionados con la "tierra" y las "rocas".
Con estos fenicios, y también con los griegos, comerciaban los íberos que vivían en los mismos terrenos que ahora ocupa el pueblo, y a los que llamaban "Ausetanos del Ebro" (buen nombre para un grupo musical).
Aunque muchos os digan que lo más de lo más de Cretas es su Iglesia de la Asunción, no les hagáis caso. Lo más de lo más es Cretas en sí, su casco urbano en tiempos amurallado, sus casonas de piedra sillar, aparentemente inmutables a lo largo de los siglos y, en especial, la Plaza Mayor, centro de la vida social. En medio de ella hay una enorme columna con el escudo de la población en lo alto, y que hasta hace no mucho se encontraba extramuros de la población. Este es el mejor punto para, cámara de fotos en mano, iniciar un recorrido sin rumbo fijo por la villa, pasear por sus estrechas callejuelas y leer los nombres de las mismas, entrar en algún patio interior, coleccionar imágenes de escudos de familias ilustres y cruzar los portales-capilla, restos de las antiguas murallas.
En este viaje intemporal la vista se va a los pequeños detalles de los grandes edificios, las manos sienten el frío de la piedra sillar y los pies se amoldan al suelo empedrado que tapiza estas distancias cortas.
Si tenéis ocasión, acercaros a principios de abril. No soy muy amigo de los mercados medievales (los veo como una franquicia organizada), pero en el caso de Cretas hago una excepción. Todo el pueblo se engalana con pendones y banderas, y caballeros y danzantes animan durante un par de días la Plaza Mayor y sus calles aledañas. El aspecto ya de por sí medieval de Cretas se acentúa con estos ornamentos, y en algunos momentos da realmente la sensación de haberse transportado a otra época. Bueno, y que esto se simultanea con la Feria del Vino, por si alguien quiere pimplar, ya de paso.
Acabando como empezamos, volvemos a la isla de Creta, a recordar a esa bestia con cabeza de toro a quien Teseo le dio la puntilla, para decir que igual lo podía haber hecho también Nicanor Villalta, ilustre torero de Cretas. Para los que os gusten los toros.






martes, 20 de noviembre de 2012

Cervera del Rincón (Comunidad de Teruel)

Más lugares fabulosos
Otro de los lugares "imaginarios" que alimentaron en algún momento mi infancia es Cervera del Rincón. De él oí historias de parrinos que acudían aquí para fiestas, a hacer baile. Parrinos que al día siguiente, con el handicap correspondiente, tenían que volver a los animales y a los campos.
La airera que nos llevaba acompañando toda la mañana amainó bastante cuando llegamos a Cervera, y un agradable sol nos permitió una placentera vuelta por este pequeño pueblo casi perdido al pie de un extremo de la Sierra de San Just, y a más de 1.200 m. de altitud.
El paseo, lógicamente, no fue muy largo, pero aún así nos dio tiempo a saludar a tres de los escasos 20 habitantes que debe tener el pueblo, brazo en alto y "buenos días" con sonrisa por ambas partes. Admiramos el frontispicio de la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, según reza en la inscripción latina de la puerta de entrada, y vimos la torre medieval y algún que otro peirón.
Hasta hace relativamente poco, Cervera del Rincón era uno de esos pueblos perdidos de final de carretera. Ahora, ya no.
Nos despedimos de él agitando el brazo desde la ventanilla y tomamos la "nueva" pista asfaltada que ns fue descubriendo bellos e insospechados rincones hasta enlazar con el Chorredero y conducirnos, finalmente, a Las Parras de Martín.

Dedicado a mi padre, in memoriam. Un excelente narrador de anécdotas. Y parrino.




lunes, 29 de octubre de 2012

Celadas (Comunidad de Teruel)

Ayuntamiento, iglesia y fuente
Llegamos a este pueblo con nombre de pieza de armadura con el objeto de aprovechar las últimas horas de luz de un buen día de febrero, y el tranquilo paseo por sus calles me sorprendió mostrándome unas casas (y casonas) en las que la piedra predominaba en todas sus construcciones.
En lo que fue un castillo-palacio del s.XIV ahora se erige una mole de líneas rectas que alberga el Ayuntamiento, y que tal vez por seguir conservando el espíritu de anteriores tiempos actualmente está catalogado como Bien de Interés Cultural.
De la iglesia, similar a otras de la provincia, lo que me llamó la atención fue el pasaje en uno de los laterales que la comunica (o parece haber comunicación) con el Hogar del jubilado. No sé cómo interpretar esto: si como una rareza constructiva original o si como que en tiempos fuera la "casa del cura" y el pasaje le permitiera ir al trabajo sin pisar la calle. El caso es que este tipo de uniones religioso-civiles no se ven a menudo.
Antes de irnos, aún fuimos a ver la Fuente Vieja, una serie de canalizaciones para el aprovechamiento del agua que en 1850 construyó Pierres Vedel, el mismo que hizo el acueducto de Teruel. Aunque un poco dejada (había vasos y bolsas de plástico en el agua, y mucho "pan de rana"), mereció la pena ver este conjunto de fuentes, canales y abrevaderos.






martes, 16 de octubre de 2012

Fórnoles (Matarraña)

El meridiano de Greenwich
Como a finales del siglo XIX había un chandrío mundial en cuanto a sistemas de referencias y medidas, 25 países decidieron juntarse y tratar de poner un poco de orden. Así, entre otras cosas, se difundió la aplicación del sistema métrico decimal y se adoptó un único meridiano que sirviera de referencia para medir las longitudes, instaurar el día universal, etc.
La elección de este meridiano de referencia no debió ser fácil, pues también dependían de ella otros temas, principalmente la línea internacional de cambio de fecha. Así que había que buscar la "circunferencia" imaginaria que menos mal diera. Y la que menos mal daba era una que pasaba por Greenwich, ya que la mitad de esta circunferencia cruzaba el Océano Pacífico y no molestaba a nadie (o a casi nadie).
Y total que el meridiano base, primer meridiano, meridiano cero o meridiano de Greenwich... al final no pasa por Greenwich. Pasa "muy cerca" de su antiguo observatorio astronómico, pero no por Greenwich. En realidad, si cogemos un mapamundi, el meridiano cero pasa por muy pocos núcleos habitados en todo el mundo. Pues bien, miren ustedes por dónde, el pequeño pueblo de Fórnoles, en Teruel, es uno de esos poquísimos lugares por los que que pasa.
Así que si tenéis un GPS de esos medio buenos, acercaos a Fórnoles, enchufadlo, dad un paseo por sus dos calles, y subid a la lometa en la que en tiempos hubo un castillo (dicen). Por curiosidad, más que nada. A ver qué pasa con el GPS.


miércoles, 3 de octubre de 2012

Belmonte de San José (Bajo Aragón)

Cosas veredes
A unos 30 km. de la actual Alcañiz, en un terreno que ya ocuparon gentes de la Edad del Hierro y, posteriormente, los íberos, sobre una pequeña colina decidieron los romanos levantarse un pueblo, muy a su estilo: dos calles principales que se cruzan, y que lo dividen en cuatro partes, con sus cuatro accesos al recinto amurallado. Y lo llamaron algo así como "bellus mons". El pueblo fue pasando de manos y, hasta 1917, lo llamaron "Belmonte". Desde esa fecha pasó a llamarse "Belmonte de Mezquín", por el río que fluye a las afueras y, por marear más la perdiz, en 1979 le cambiaron el apodo por el de "Belmonte de San José", imagino que por la ermita situada a unos 3 km. del núcleo urbano en un altozano, y desde donde las vistas abarcan todo el valle del río Mezquín.
Belmonte es un buen sitio para echar un día, comenzando por aprovechar la mañana para dar un paseo por el Barranco Hondo. Se trata de unos estrechos que forma el río Mezquín a lo largo de un recorrido que podemos hacer tan largo como nos apetezca. Está muy bien señalizado y acondicionado, y nos permitirá descubrir rincones curiosos, antiguas parideras... y es la excusa perfecta para hacer algo de hambre y llegar al pueblo a la hora del vermú.
Un bello rincón, casi siempre adornado con flores, da acceso al único bar del pueblo: un local amplio con terraza exterior que también alberga algún resto de patrimonio histórico. Es el típico "bar de toda la vida"; de los que me gustan. Al ser un bar que se adjudica por un tiempo determinado a los que lo van a llevar, no es posible predecir a medio-largo plazo lo que te vas a encontrar al otro lado de la barra: una pareja joven, un señor mal encarado al que parece sentarle mal el atenderte, o una señora un poco ida de la cabeza. Si cuando vayáis os encontráis con el último caso, ¡enhorabuena! pues unque la señora parezca de otra galaxia, cocina de maravilla, así que aprovechad y quedáos a comer, que no saldréis con hambre.
Belmonte de San José tiene un interesante patrimonio histórico-cultural que un tranquilo paseo nos puede ir descubriendo sin querer.
El ayuntamiento, renacentista, alberga en su trinquete una cárcel de la época, enmarcada dentro de la "Ruta de las Cárceles", y a la que hay que entrar sí o sí (es pequeña). Musealizada hace pocos años, no sé si da más miedo/respeto la ambientación y el chirriar de la puerta o el grillete original que aún conserva, y que a saber los cuellos de cuánta gente adornó.
El mazacote de iglesia parroquial, barroca del siglo XVIII, debe ser muy importante a nivel arquitectónico, pues cualquier descripción que busquemos de ella nos suelta palabrotas como "bóveda de medio cañón con lunetos", "cúpula sobre tambor" o "cuerpos superiores ochavados". A mí, ignorante en estos temas, lo que más me sigue fascinando es la base de las paredes de las fachadas exteriores, a las que el tiempo y la erosión se han ido comiendo y dejando caprichosas formas suaves en forma de ondas marinas, que hacen que te preguntes hasta cuándo pondrán soportar.
El resto del paseo por el casco urbano lo completan los arcos y portales, y las casas solariegas.
Extramuros, Belmonte está salpicado de ermitas y de una interesantísima nevera del siglo XVII que forma parte de la ruta temática "Las Bóvedas del Frío" y que, en mi opinión, es imprescindible visitar. Se trata de una construcción semisubterránea utilizada hasta comienzos del siglo pasado como pozo de hielo, donde se almacenaba la nieve caída en invierno para su uso en épocas de más calor. Sus más de 9 m. de altura y sus 8,5 m. de diámetro en la base la convierten en una de las más grandes del Bajo Aragón. Musealizada hace poco por la empresa attis-multimedia.com, la nueva iluminación y la ambientación nos trasladará, a través de una cuidada audición, a la época de su construcción.
Para su visita, hay que pedir la llave en el bar y dejar como señal un DNI (lo cual nos obliga a volver después de la visita a echar la penúltima). Ah, y llevad una chaquetica para por si acaso, aunque sea verano, que por algo la llaman "nevera".






miércoles, 12 de septiembre de 2012

Alcalá de la Selva (Gúdar - Javalambre)

Una mirada en dos tiempos
El origen árabe del castillo da nombre a la primera parte de esta localidad: "al-qual'at" (el castillo). Y, aunque no lo parezca, la segunda parte no viene dada por las densas masas arbóreas de esta parte de la sierra de Gúdar, sino porque al reconquistar el pueblo en el siglo XII, el rey Alfonso II lo donó a los monjes de la abadía francesa de la Gran Selva Mayor, en Gascuña. Alcalá de la Selva estuvo en poder de estos monjes hasta 1375, fecha en la que fue vendida a la familia Heredia.
La primera vez que estuve en Alcalá de la Selva fue con Miguel, hace muchos años, y fue por motivos de trabajo. Todavía no era invierno, pero los días ya acortaban y, aunque no llegamos muy tarde, la oscuridad de la noche ya se cernía sobre nosotros. No se veía un alma por la calle e hicimos varias llamadas buscando un alojamiento para esa noche en un pueblo en el que, fuera de la temporada de invierno, no debería haber habido problemas. Pues los hubo. Misteriosamente, no había vacantes. Al final, de una de las casas que llamamos (estábamos en la plaza, junto a la iglesia) se asomó una señora al balcón, y no sé qué se debió creer al vernos con cámaras de fotos, trípodes... el caso es que nos dijo que tenía un apartamento libre, en la última planta de un edificio (propiedad de la señora, nos dijo) en el que no parecía haber nadie más, y en el que "si es sólo para una noche, no voy a ponerles la calefacción". Las noches ya eran frías, pero al menos había mantas.
Nuestra impresión fue que todos los apartamentos ya estaban apalabrados para cuando llegaran los valencianos en la temporada de esquí, y no les merecía la pena alquilar uno "para una sola noche".
Era entre semana, ya casi era noche cerrada, y en el pueblo no daban de cenar en ningún sitio, así que nos mandaron como a 1 Km., a las afueras, a la Virgen de la Vega, donde la sombra fantasmagórica de un impresionante santuario se proyectaba contra las contadas luces de un par de casas (no parecía haber más) y un bar, en el que pudimos comernos tres o cuatro tapas que debían llevar allí desde las 12 de la mañana (si somos optimistas). La "sobremesa de noche" se salvó un poco con el único bar abierto, aún pudimos echar unas risas y unas copas con el camarero (un chaval muy majo, de Montalbán).
Volví a Alcalá de la Selva, con Marta, allá por el año 2009.
Desde el mirador de San Rafael se divisa, a lo lejos, Alcalá de la Selva. En primer plano, en el lugar que antes debió ocupar una densa concentración de pinos, ahora se puede ver una gran urbanización (en Mora nos dijeron que sólo había tres o cuatro casas vendidas). Frente a ella, un campo de golf con nadie jugando.
Alrededor del Santuario de la Virgen de la Vega, las cuatro casas que hubo otrora se habían convertido en cuarenta (por decir un número), y ya no parecía haber problemas de hostelería. Luego leí que estas "afueras de Alcalá de la Selva" se habían convertido en una pedanía de la localidad debido al auge de estas urbanizaciones.
Llegamos al pueblo más o menos a la hora del vermú; no nos cruzamos con casi nadie (por no decir nadie); echamos una caña y una tapa en un bar amplio de una de las calles principales de la localidad, casi frente a la fuente de la que siempre salen unos enormes chorrazos de agua. En el establecimiento, sólo estaba el camarero. Bueno, y nosotros, claro.
Subimos al castillo, construido durante los siglos XIII al XV, y que ya en el siglo XXI parecía recuperado del todo, pero no pudimos entrar, así que fuimos a la gasolinera.
Alcalá de la Selva está cerca de las pistas de esquí de Valdelinares, y la gasolinera está en la rotonda que da acceso a ellas, al pueblo, y a la Virgen de la Vega. No estaba abierta todavía, así que pululamos por los alrededores, y aprovechamos para replegar los últimos arañones que quedaban en un par de solitarias matas.
Al rato llegó el gasolinero en un coche largo, con adornos heavy metaleros y aires años 80-90... un tipo curioso. Como era más o menos pronto, y no había nadie más, nos liamos a charrar y, entre una cosa y otra, acabamos hablando de las endrinas, y de las pocas que habían dejado por ahí. Fue entonces cuando se arrancó ya del todo y nos dijo dónde podríamos coger hasta aburrirnos. Así que, dicho y hecho, cuando acabamos con la gasolina volvimos al pueblo, al lugar que nos había indicado. Y, efectivamente, había endrinas como para aburrir. Pero, lógicamente, en vez de aburrirnos hicimos buen acopio de ellas, de las que salieron unos cuantos litros de pacharán buenísimo.
Así que: ¡Gracias!











martes, 28 de agosto de 2012

Tronchón (Maestrazgo)

La Matilde
Fuimos a Tronchón aposta a comer en casa de La Matilde. Tal cual.
Llevábamos ya más de un año rumiando el venir aquí porque nos habían dado muy buenas referencias. Pero, como pasa muchas veces, lo vas dejando, lo vas dejando… Así que un buen día se nos cruzaron los cables y dijimos: "Hala, vamos a comer". Y dicho y hecho, salimos de Zaragoza y nos plantamos en Tronchón.
Llegamos a este pueblo templario, declarado conjunto histórico artístico en 1983, a la hora de comer (ya estaba todo previsto). Dejamos la furgoneta aparcada a la entrada del pueblo (recordad lo que digo siempre de no entrar a los pueblos pequeños con el coche), y fuimos a buscar la casa de la Matilde pensando que, a pesar de no llevar ninguna referencia, en una villa como Tronchón la encontraríamos rápido, ya que esto no es Washington. Efectivamente, pasamos por la plaza de la iglesia y el ayuntamiento, y en seguida vimos en la esquina de un edificio: "Comidas Caseras - Casa Rural Matilde". Otra cosa fue entrar.
Buscando un cartel sobre una puerta que especificara más el acceso, estuvimos un rato dando vueltas a la manzana, oyendo todo el tiempo ruido de cocinas y comensales. Al fin, nos atrevimos a llamar al timbre de una puerta (más que nada, también por preguntar), y tras una cortina se oyó una voz queda: "¿Llamaaan?" (así, estirando la "a" del final). Arriesgándonos a que fuera este el lugar, contestamos: "Sí, veníamos a ver si podíamos comer…". Y hubo suerte, porque la voz volvió con un: "Ah, pues pasen, pasen…". Y pasamos, Vaya, que si pasamos. Un poco más y hasta la cocina.
En los pueblos el tiempo transcurre de distinta forma que en las ajetreadas ciudades. A veces, un minuto esperando a ver qué carta echa tu contrincante al guiñote te parece una eternidad, y otras, los veinte minutos que tardan en atenderte en un restaurante se te pasan volando. Porque te da tiempo a ver la decoración (fotos familiares al lado de un póster de un cuadro de Dalí o un barco en el mar, al lado de una mesa cajonera que ya debía estar ahí cuando hicieron la casa, todo escasamente iluminado con luces que parecían traídas del Ikea…), e incluso da tiempo a ver toda la casa si es que te decides a viajar hasta el baño. Desde luego esta casa, en la que el lado práctico de las cosas se conjuga apelotonadamente con elementos antiguos y modernos, debería estar subvencionada.
Llega una chica y nos suelta una retahíla de platos que hace las delicias de nuestros oídos, todo cocina casera y contundente, y elegimos tres primeros y tres segundos, por probar lo más posible y con la seguridad que nos da ver a una abuela pequeña trajinando de aquí para allá, sin parar, en la cocina y, a ratos, en el enorme comedor. Es la Matilde, nos dice la chica, y que para beber, vino. No hay carta de vinos; sólo hay "vino", y es lo primero que nos trae, afortunadamente acompañado de gaseosa (¡qué invento, la gaseosa!).
A la pobre señora Matilde se le han debido de romper todos los platos, o eso creemos, cuando aparece de nuevo la chica con tres fuentes tipo ensaladera con los primeros "platos". Unos garbanzos con alioli, una menestra de verduras de huerto y no recuerdo qué otro pozal más fueron la presentación de una comida larga, abundante y buenísima, toda ella regada con vino de batalla y gaseosa.
Tras la opípara comida, el café y las copas (que aquí, todo hay que decirlo, sí que flojearon un poco las cosas), hay que esperar tro poco para pagar, pues la señora parece estar más por la labor de dar bien de comer que por la de cobrar.
El colofón lo puso un pequeño cuarto donde la Matilde tenía una pequeña tienda con "de todo", así que obligatoriamente había que salir de allí con el excelente queso de Tronchón. Buenísimo. Tanto, que ya lo menciona Miguel de Cervantes en la segunda parte del Quijote (cap. LXVI), donde Sancho y un lacayo del duque, Tosillos, dan buena cuenta de él.
Así que esta aventura sanchopancesca la voy a terminar con este fragmento del Quijote, como cuña cultural, y animando a que os leáis (entera) esta gran obra:
-(…) y yo voy ahora a Barcelona a llevar un pliego de cartas al virrey, que le envía mi amo. Si vuesa merced quiere un traguito, aunque caliente, puro, aquí llevo una calabaza llena de lo caro, con no sé cuántas rajetas de queso de Tronchón, que servirán de llamativo y despertador de la sed, si acaso está durmiendo.
-Quiero el envite -dijo Sancho-, y échese el resto de la cortesía, y escancie el buen Tosillos, a despecho y pesar de cuantos encantadores hay en las Indias.
-En fin -dijo don Quijote-, tú eres, Sancho, el mayor glotón del mundo, y el mayor ignorante de la tierra, pues, no te persuades que este correo es encantado, y este Tosillos contrahecho. Quédate con él, y hártate; que yo me iré adelante poco a poco, esperándote a que vengas.
Rióse el lacayo, desenvainó su calabaza, desalforjó sus rajas, y sacando un panecillo, él y Sancho se sentaron sobre la yerba verde, y en buena paz y compaña despabilaron y dieron fondo con todo el repuesto de las alforjas, con tan buenos alientos, que lamieron el pliego de las cartas, sólo porque olía a queso.
Miguel de Cervantes
Don Quijote de la Mancha - Segunda parte - Capítulo LXVI








viernes, 20 de julio de 2012

Maicas (Cuencas Mineras)

A mal tiempo, buena gente
La última vez que entré en Maicas fue yendo con Marta, y hacía un día de perros. De perros, perros. El cielo denso deslucía un color marrón tirando a gris plomizo que parecía querer caer sobre nuestras cabezas en cualquier momento. El aire, fresco tirando a frío, soplaba en la dirección que quería y en ráfagas cortas. Y el tiempo, en general, parecía que quería llover pero hacía como que esperara la ocasión en la que fastidiar más.
Pero claro, ya que estábamos bien habría que dar una vuelta. Así que salimos del coche hacia el día de perros y éste, al fin, cambió. Pero no porque cambiara el tiempo, sino porque lo hizo cambiar, primero, una señora mayor con la que estuvimos hablando del clima y de los gatos (que alguno aún se atrevía a salir a dar un paseo); luego se unió a la conversación otro abuelo que venía del campo empujando un carretillo ("No hace día para estar en el huerto", o con unas palabras parecidas, se presentó). Cuando nos despedimos de ellos conocimos a otra señora, más joven que los anteriores, con quien también tuvimos un rato de cháchara, entre la que nos soltó: "El pueblo es muy pequeño; lo veréis en seguida". Y, sí, es pequeño, pero desde que habíamos llegado no habíamos parado de conocer gente, así que para mí ya se convirtió en un gran pueblo. Hasta el día de perros parecía haber cambiado un poco (pero poco; como "a día de gatos", por ejemplo).
Desde la carretera, las verdes paredes del frontón parecen querer ocultar las pocas casas de este, efectivamente, pequeño pueblo en el piedemonte de la Sierra de Cucalón.
El singular entorno está poblado por ya abandonadas construcciones cuya única misión ahora es contemplar el día a día de la vida cotidiana entre las viviendas, las calles y la iglesia parroquial de San Juan Bautista, cada vez más deteriorada, más anciana, pero aún orgullosa de conservar en el exterior de su torre dos relojes de sol, para saber la hora desde dos puntos diferentes, imagino.
Tal vez este hermoso paraje también añore la fragua, de la que sólo parece quedar un mural en la plaza, junto a un recién arreglado canal que, a la vez que hace de calle, conduce las aguas de los días lluviosos hasta la cuenca del Segura.
Escribiendo estas palabras sale de algún fondo atemporal de la memoria, otra vez, el autobús de la línea Utrillas-Zaragoza, con parada en el cruce de Maicas. Nunca entraba al pueblo. Y aparecen imágenes de invierno, nevando. Y limpiando el vaho del cristal veo una pareja mayor descender y alejarse con una gran maleta, bajo la nieve, en dirección al pueblo. Quinientos metros de frío hasta el calor del hogar.
Ahora el coche de línea no llega ni hasta el cruce. Pero eso no quiere decir que Maicas no exista.








lunes, 25 de junio de 2012

Terriente (Sierra de Albarracín)

Mirando la Sierra
Paramos en Terriente durante una de nuestras incursiones por la Sierra de Albarracín. Pueblo serrano, pues, dimos breve vuelta por las calles que separan sus pocas casas, distribuidas rodeando la plaza principal, algunas de ellas con claras connotaciones del alto nivel adquisitivo de sus históricos propietarios. Recuerdo con especial intriga la ventana de una de ellas, con curiosas tallas de símbolo solar y flor de lis, una a cada lado.
Tanto el ayuntamiento como la iglesia parroquial dedicada al Salvador son del siglo XVI, aunque Terriente tiene más fama por los numerosos manantiales de la zona, como el del Algarbe (que unas veces aparece escrito con "b" y otras con "v"), a unos 6 km. del núcleo urbano.
Y, hablando de El Algarbe: parada obligatoria en el mirador, desde podremos contemplar el poderío de los bosques de la Sierra de Albarracín, sus campos, sus sabinares y algún que otro pueblo de la redolada.