lunes, 26 de diciembre de 2011

Rubielos de la Cérida (Jiloca)

La balsa tragaldabas
Desde Caminreal, la carretera parte en línea recta sin vegetación a los lados, tipo road movie made in USA, pero un desvío a la derecha (al que hay que estar atento) nos mete en una carretera secundaria (terciaria, más bien) que poco a poco va abandonando el llano y avanza siguiendo un barranco en el que las carrascas y los pinos bajos dan algo de color al trayecto.
Finalmente llegamos a Rubielos de la Cérida, pero en vez de entrar al pueblo tomamos la circunvalación porque nuestro primer objetivo es visitar los vestigios de la guerra civil que hay en las afueras. Se trata de un lugar atrincherado en un montículo, con unas extensas vistas a los terrenos de matorral bajo tan característicos de esta parte de Teruel.
Y es que la gente de Acrótera ha hecho una labor extraordinaria de recuperación de esta zona, clave en el desarrollo de la tristemente pasada guerra civil. Se ha rehabilitado, sobre todo, el largo e intrincado camino atrincherado que bordea la loma, lo que permite que el visitante pueda pasear por ellas, asomarse a los puestos de tirador, agobiarse en las zonas soterradas donde los militares debían hacer vida, orientarse entre los otros montes similares... y tal vez llegar a preguntarse cómo pudimos llegar a provocar esta guerra, a matarnos entre nosotros durante tantos años...
El pueblo es tranquilo y hace algo de fresco. Bajamos por la iglesia (donde también se puede jugar a baloncesto) y rodeamos el peirón. No vemos a nadie y continuamos nuestro paseo, poco a poco, en dirección a la plaza.
De pronto, unos bocinazos ensordecedores rompen el sosegado silencio, como un cristal al que le han metido una pedrada. El estrepitoso coche que empezó anunciando su visita a la entrada del pueblo continúa por las calles de Rubielos pitido va, pitido viene. Es el panadero (si no recuerdo mal), y el aparentemente vacío pueblo de repente centra su actividad en la plaza, donde ya hay concentrado un grupo de personas, todas mujeres, hablando sin parar mientras, por un inexistente orden, van pidiendo lo que necesitan a un ajetreado personaje que no llega a salir del todo de la caja de la C-15 (o furgoneta parecida).
Y nosotros allí, mirando, como si no lo hubiésemos visto nunca (y más en Teruel), junto a la balsa.

Una balsa que en tiempos era terreno de huertos y que, según cuentan, apareció un día en el que el cura estaba leyendo un libro ahí; en estas que se fue a casa a beber algo pues era un día de mucho calor, y dejó el libro y la silla. Al volver, en vez de silla y libro se encontró con un agujero. Y con un buen susto, imagino.
El caso es que a partir de entonces el agujero/pozo ha ido creciendo poco a poco y, a pesar de los esfuerzos de la gente por volver a taparlo echando grava, escombros y cosas parecidas, la sima seguía yendo a su marcha, aumentando su tamaño y engullendo un carro cargado con sacos de trigo, material de guerra (armas, bombas...) que los vecinos arrojaron tras la guerra civil por miedo a represalias de nuevo régimen...
Nosotros seguimos oyendo al vendedor y a sus clientas a nuestras espaldas, y aún nos quedamos un rato contemplando la balsa. Eso sí, desde la barrera.



viernes, 2 de diciembre de 2011

Griegos (Sierra de Albarracín)

Tesoros ocultos
Una carretera sinuosa y siempre ascendente obliga a ir a velocidad moderada y disfrutar de unos frondosos pinares que te arropan, dándote una sensación de paz y tranquilidad. Al rato, los pinos se van alejando de la carretera, van clareando, y poco a poco te enseñan más trozo de pradera, hasta que acaban ofreciéndote, ya casi al final, un remanso de calma en forma de una extensa dehesa donde al ganado parece no faltarle comida nunca.
Enhorabuena; acabáis de llegar a Griegos, una pequeña localidad a los pies de la Muela de San Juan y a más de 1.600 m. de altitud, así que coged la chaqueta cuando bajéis del coche. Porque aquí, en verano aún tira que te va, pero en invierno hace un frío que pela (a los de Griegos los llaman "los capuchinos", porque en tiempos llevaban capuchas para defenderse del frío).
Tras una vuelta por el pueblo entramos en el santuario de los santuarios: el bar.
He estado en muchos bares (en muchísimos, doy fe), y el de Griegos es uno de esos que se me han quedado grabados, tal vez por las fantasías que iba imaginando mientras la vista se me iba a todos y cada uno de los detalles y rincones del lugar. A esas horas de la mañana el bar está todavía vacío, como recién abierto, y el sol entra por el ventanal iluminando el local: una gran barra en forma de L, sólida, y el mobiliario, de madera, compuesto lógicamente por sillas y mesas distribuidas con holgura. Y entonces la imaginación va haciéndote alguna que otra jugarreta, y del silencio y del vacío surgen un pequeño murmullo y unas sillas ocupadas por algún que otro abuelo, y por alguien no tan anciano, que tras el silencio durante el transcurso de la partida de guiñote, elevan sus voces comentando la partida, piden otro café u otro carajillo, y echan el humo de sus cigarros o de sus perreros mientras cambian el palillo de una comisura de los labios a otra sin usar las manos. Las otras seis u ocho personas de alrededor siguen dando su opinión del coto que hace meses acabó, mientras ya se reparten cartas nuevas. Una nueva jugarreta de la mente hace que se oigan dos golpes secos indicadores de que alguien ha cantado las cuarenta y, como una señal, entonces el humo de la estancia se va disipando, la gente se desvanece, y el bar vuelve a quedar vacío. Pero a mí me queda una sonrisa y un día por delante.
Un día para seguir por estas tierras rodenas, escenarios de leyendas de moras y princesas, pero también de tesoros ocultos bajo estas redondeadas montañas, como el que algún día aparecerá en Griegos:
En la Muela de San Juan, que limita la Sierra de Albarracín con la de Cuenca, existió hace mucho tiempo una hermosísima ciudad, cuyo dueño y señor poseía como joya más preciada un pequeño toro de oro que procedía de un templo pagano que allí hubo antes de la predicación evangélica.
Pero un mal día llegaron las hordas berberiscas, destruyendo e incendiando cuanto encontraban a su paso. La ciudad fue destruida.
Entre las ruinas, el berebere Aben Jair encontró el toro de oro, y lo enterró en un bosque próximo confiando en recuperarlo a su regreso por aquel territorio. Pero en el cerco de otra ciudad, Aben Jair fue mortalmente herido y, antes de morir, confesó a su mejor amigo el lugar donde estaba oculto el tesoro. Cuando éste pudo volver al sitio que le había señalado su amigo, buscó el tesoro, sin poder hallarlo. Al final tuvo que desistir.
La existencia del toro de oro oculto se transmitió de generación en generación, siendo buscado en vano. Según la tradición, el toro de oro no será hallado hasta que sobre la Muela de San Juan vuelva a resurgir la maravillosa ciudad que allí se alzaba.


lunes, 7 de noviembre de 2011

Molinos (Maestrazgo)

Viaje al centro de la tierra
He estado en Molinos un par de veces y, como casi siempre sucede, la primera es la que más me sorprendió.
Perdido del mundo, perdido en Teruel, un poco alejado de la carretera "principal" (que ya no entra en su casco urbano), Molinos se emplaza entre barrancos, en una vertiente del río Guadalopillo. Una buena vista del conjunto la tendremos desde la parte alta del pueblo, desde la torre-campanario.
Merece la pena darse una vuelta, sin prisas (como siempre), por sus calles en tiempo calatravas, y seguir las aguas del arroyo de San Nicolás, que discurre por en medio del pueblo, hasta el puente donde su curso se interrumpe bruscamente para caer al vacío en una impresionante cascada.
Y aunque resulta casi increíble este pequeño Monasterio de Piedra en medio del pueblo, sin duda el ojito derecho de Molinos, y lo que le ha dado renombre, son sus Grutas de Cristal, en las afueras del casco urbano. El paraje donde se ubican es (o "era", que hace mucho que no me acerco por ahí) de esos que parecen bajo monte, que no hay nada, y que te dices: "Pues aquí no hace trazas de que estén". Pero sí. Pagando la entrada correspondiente, un camino te lleva hacia lo que parece ningún sitio; de pronto hay un agujero, te metes dentro y en cuanto echan alguna luz ya se te abre la boca sola: ha comenzado el descenso al centro de la tierra.
Una serie de grutas con estalactitas y estalagmitas, banderas, coladas y todo tipo de formaciones geológicas con caprichosos recorridos nos irán sorprendiendo sin parar mientras procuramos mantener la cabeza gacha y un señor bajito de voz monótona, el guía, pretende que veamos la Virgen del Pilar entre estas maravillas de la geología.
Ya véis que en Teruel tenemos de todo. Pues para terminar, Molinos también tenía que destacar por algo, y en este caso es porque fue por aquí donde se encontraron los restos fósiles humanos más antiguos de Aragón. Los primeros mañicos.


jueves, 27 de octubre de 2011

Fuentespalda (Matarraña)

¡Matadlos a todos, Dios sabrá reconocer a los suyos!
Dice la cultura popular que si te pones de espaldas a la fuente de la plaza del pueblo, y extiendes los brazos, tendrás también una fuente al frente y otra a cada uno de los extremos de los brazos. Y que de ahí viene su nombre: Fuentespalda. También es cierto que alguien del lugar, a quien aprecio mucho, me dijo que esto era una tontada, que en Fuentespalda hay agua tires para donde tires. Pero bueno, siempre queda ahí la cosa romántica.
Como en otros muchos pueblos de la Comarca, en Fuentespalda predomina la piedra. Un tranquilo paseo por sus calles nos descubre varias casas palaciegas a las que hay que mirar hasta arriba para descubrir, en algunas ocasiones, unos bien tallados aleros. Pasaremos bajo arcos, admiraremos la iglesia y podremos acercarnos a La Torreta, un edificio que sobresale por encima del resto del casco urbano y que, en su momento, hizo de cárcel.
Aunque, al menos para mí, lo más fascinante de Fuentespalda es su cementerio. Y, en concreto, un pequeño terreno a la entrada del mismo que alberga bastantes estelas funerarias, auténticas, de época medieval, y cuya historia tiene su origen hace mucho tiempo, en Francia, y más o menos es ésta:
A principios del siglo XIII, en el pueblo de Bézier (Francia), católicos, cátaros y supongo que más gente de alguna otra religión, convivían pacíficamente sin sospechar que el rey Felipe II Augusto, apoyando al papa Inocencio III, comienza una guerra contra la herejía bajo el "biensonante" nombre de "cruzada". La primera, única y última en suelo europeo.
La excusa: contener a ingleses y germanos. El objetivo: el de siempre, riquezas y ampliación de territorios.
El 22 de julio de 1209 los católicos de Bézier se niegan a entregar a sus vecinos cátaros, lo que acaba con un ataque indiscriminado sobre todo el pueblo tras la orden clara del legado papal, Arnaud-Amaury, abad de Citeaux:
"Matadlos a todos, Dios sabrá reconocer a los suyos"
Aquel día el ejército cristiano asesinó a 20.000 personas, incluidas mujeres, niños y ancianos, cristianos o no.
Algunos cátaros lograron escapar a la masacre, atravesaron los Pirineos y se quedaron por tierras del naciente Reino de Aragón, yendo unos pocos a parar a estas orillas del Tastavins.

Las estelas están bastante desgastadas, pero en alguna de ellas aún se distinguen bien símbolos solares y otros tipos de decoraciones, como herramientas de cantero. Vale la pena perder un rato contemplándolas.
Cuando estéis en Fuentespalda, recordad dos cosas: la primera, no jugar en la plaza en determinados días, bajo multa de una peseta o de cinco días de arresto; y, la segunda, tomarse una caña en el bar de la plaza, acompañada de un platico de almendras (en temporada, claro). Las hace la señora cada mañana y están de vicio.

A Esther, que llevó el camping la temporada del 2010 con muy buen tino, y que ahora que se va muchos la echaremos de menos. Suerte.



martes, 4 de octubre de 2011

Mirambel (Maestrazgo)

Un premio al lavado de cara
Situado al pie de la muela de Monchén, junto al río Cantavieja, limitando ya con la provincia de Castellón, y a casi mil metros de altitud, nos encontramos con Mirambel, una villa medieval de calles empedradas, grandeza renacentista y sólida muralla, rezumando historia por cada uno de sus rincones. Conquistado por Alfonso II hacia 1169, perteneció a la Orden del Santo Redentor y, posteriormente, a los Templarios. Desde aquí partió Jaime I de Aragón a la conquista de Morella y aquí formaron un núcleo importante los carlistas en el siglo XIX.
Recuerdo que la primera vez que fui la carretera era de esas viejas del Maestrazgo: estrecha, rota, con muchas curvas... y larga, larguísima. Pero el eterno viaje tuvo su recompensa con un pueblo con sabor a pueblo, con sus casas y casonas viejas pero regias, y alguna que otra obra indicativa de arreglos y mejoras.
Por cinco entradas se puede acceder a Mirambel, pero sólo por una en vehículo. No lo hagáis. Dejadlo fuera y que sean vuestros pasos los que os guíen por la calzada, los que os hagan atravesar los portales de las Monjas, de San Roque, del Estudio, de la Fuente y el Valero, y que esos pasos os bajen al río, os lleven a la calle Mayor y, por esquinas y callejas, se planten en la plaza de la iglesia.
Mirambel fue declarado Conjunto Histórico Artístico en 1980, y en 1982 Europa Nostra le concedió la medalla de oro por los trabajos de restauración y embellecimiento, que han continuado durante los años siguientes hasta dejar un pueblo casi nuevo. Personalmente, soy de los que prefieren ese aire de pueblo viejo de siempre a las fachadas excesivamente limpias, pulcras, con losas perfectamente arrejuntadas con cemento del siglo XX. Aunque también tengo que decir que han dejado Mirambel hecho un pincel. Un encanto que merece visitarse con calma y dejando que la vista llegue a cada detalle, antes de regresar a extramuros, a por el coche.
Y, naturalmente, no podemos dejar este lugar sin mencionar a Pío Baroja, ese gran escritor de la generación del 98 (aparte de médico) que, con su novela La venta de Mirambel, dio a conocer este pueblo más allá de las fronteras turolenses. A esta novela pertenece un relato que cuenta las maldades de un cura (según algunas versiones, un hechicero descendiente de un maestre templario) llamado Francisco de Montpesar, y que más o menos la historia dice así:

Siendo Francisco de Montpesar un cura joven, fue enviado al pueblo de Mirambel como párroco. Aunque al principio conquistó el cariño de sus parroquianos, muy pronto su carácter bondadoso y alegre se trastocó.
Algunas jóvenes, de las que acudían a recibir clases de órgano, comenzaron a desaparecer. Contaban otras que habían sido seducidas y ofrecidas a Satanás. Incluso hubo quien engendró monstruosos niños que mordían los pechos de sus nodrizas.
Solía el cura reunirse con La Garrocha, una vieja bruja, en una ermita de las afueras del pueblo, y allí tenían lugar aquelarres en los que, entre cánticos burlones, se adoraba al diablo, se invocaba su nombre y se fabricaban brebajes alucinógenos. Lucifer solía tomar forma de gato negro, y los príncipes de su corte cobraban el aspecto de hermosas mujeres.
Seguido a todas partes por un terrible perro negro, Montpesar solía montar a caballo durante las noches de lluvia y cuando el viento soplaba más fuerte.
Finalmente, la Inquisición tomó cartas en el asunto. Viendo en el perro el origen maligno del comportamiento del cura Francisco de Montpesar, lo estrangularon y quemaron. De esta manera, el sacerdote recobró su ser natural.
De cuando en cuando se escuchan en Mirambel unos ruidos de cadenas penitenciales que son arrastradas. Es Montpesar, que está purgando sus culpas.

lunes, 3 de octubre de 2011

Calomarde (Sierra de Albarracín)

Será por nombres
Paramos en Calomarde, en principio, sólo para echar una caña y proseguir viaje; pero, como siempre, acabamos dando una vuelta por este pueblo semiprotegido por una montaña rocosa.
No estuvimos mucho rato, pero sí el suficiente como para ver un par de cosas de esas que dices: "Menos mal que nos ha dado por parar".
La primera, y es que estos pueblos de Teruel nunca dejan de sorprender, es su iglesia parroquial. Una iglesia normal, como muchas otras que ya has visto, pero la sigues mirando por fuera... y de repente ves que algunas piedras del muro llevan inscripciones romanas (la iglesia es del siglo XVII). Resulta que, al hacer la iglesia, como tenían a mano el sepulcro romano de la familia Terencia, pues decidieron aprovechar las piedras. Total, ya que estaban ahí... Y la verdad es que no quedan mal donde están. Eso sí que es reutilización.
Al poco de dejar Calomarde, un merendero bien provisto anuncia el Molino Viejo y la Cascada Batida, así que allí que vamos.
Una senda bien marcada nos baja hasta el Río Blanco, un afluente del Guadalaviar, y hasta lo poco que queda de un viejo molino. Pero lo más curioso es el estrecho que el agua ha ido modelando a lo largos de los siglos, incluidas una serie de cascadas juguetonas que, en el caso de la conocida como "cascada Batida", llega a tener una caída de unos siete metros.
Para terminar, y también por justificar el título de esta historia, comentar que así como el nombre actual de muchos de nuestros pueblos han venido o bien por variaciones del nombre original de raíces íberas, romanas, árabes... o bien por ir añadiendo palabras poco a poco (recordemos el caso de Villanueva del Rebollar de la Sierra), en Calomarde han ido más allá, y cuando han tenido que cambiar el nombre del pueblo lo han hecho del todo, sin tonterías. Así, al principio el pueblo se llamó Peñascales, luego Valle Hondillo y, finalmente, Calomarde, en honor al ministro de Fernando VII, D. Francisco Tadeo Calomarde, natural de Villel.



jueves, 22 de septiembre de 2011

Las Ventas de Muniesa (Cuencas Mineras)

El tren
Yo no llegué a ver el tren. Lógico, pues el ferrocarril que llevaba el carbón desde Utrillas a Zaragoza hizo su último trayecto el 15 de enero de 1966, tras 62 años de funcionamiento. Sí que llegué a ver toda la infraestructura que este tren dejó en Utrillas durante muchos años, formando parte del paisaje urbano mis primeros años de escuela: puentes, vías, traviesas, túneles...
Cuando el autobús iba a Zaragoza por la carretera vieja, la que pasaba por Vivel y Segura, una forma de entretenerse durante el largo trayecto era ir viendo (adivinando, en algunas ocasiones) por dónde iba la vieja línea de ferrocarril, pues ambos trayectos corrían parejos.
Que pasara por muchos pueblos era normal, pero de todos los sitios por donde discurría siempre me llamó más la atención su paso por Las Ventas de Muniesa.
Lo conocí un poco decrépito, casi en fase de abandono, cuando empezaron mis desplazamientos a Zaragoza. Pero siempre estaba ahí: un lugar solitario entre gigantescos campos de cereal, un lugar que debió servir de abastecimiento de algo al ferrocarril y a quien en él iba. Una "venta", vamos. Al estilo de las del Quijote, pero en el siglo XX. O al menos eso me imaginaba.
Pasó el tiempo, una carretera nueva con un trazado nuevo sustituyó a la anterior, dejando de verse gran parte del trazado de las vías, pero siguió pasando por Las Ventas de Muniesa. Y un día me percaté de estaban arreglando (o habían arreglado ya) los pocos edificios que había.
Y yo siempre que veo estas cosas me alegro, porque una vieja y decrépita Venta se ha convertido en una parte del paisaje, en unos edificios en pie, en una nueva Venta.

A Anselmo, por la genial idea de llevarnos un día de excursión por el último tramo del ferrocarril, por la zona de Belchite. Y por preguntarse también: ¿Por qué no se hace aquí una Vía Verde?. Tiene una longitud adecuada, está el trazado, y están los apeaderos en pie. Sólo faltaría la voluntad. Y el dinero, claro.


lunes, 19 de septiembre de 2011

Rodenas (Sierra de Albarracín)

Planeta Rojo
¡Cuánta razón tenía el filósofo cuando dijo que hay más cosas que desconocemos de las que sabemos, y cuando dijo que nunca había que dar nada por supuesto!.
Hasta hace no mucho creía que el pino rodeno era una especie de la familia de los pinos, como el pino negro o el pino royo. O como el estornino culebrero o el fardacho saltamontero, si es que existe. Y, mira por dónde, parece ser que no, sino que es más o menos el pino de toda la vida pero que crece en un lugar un tanto especial: lo que se conoce como "piedra rodena", y que geológicamente es un terreno arenisco de color rojizo, del triásico inferior, y técnicamente se denomina "butsandstein". Ahí queda eso.
Lo empecé a sospechar cuando en nuestro camino apareció un cartel anunciando un pueblo: Rodenas.
Rodenas es la puerta de entrada a la Sierra de Albarracín (una de ellas), comunicando ésta con el valle del Jiloca, y sirviendo en tiempos de frontera entre reinos moros y cristianos.
Es un pueblo rojo, como el entorno, en el que las casas parecen surgir por sí mismas de la propia tierra roja, tierra rodena.
Un tranquilo paseo por el pueblo nos descubre rincones curiosos y dinteles misteriosos, como el que tiene la fecha "MCMU". Una señora nos augura que hoy va a hacer un buen día; un hombre nos muestra orgulloso el abrevadero arreglado hace ya tiempo, y nos comenta que a ver cómo se presentaba el verano, porque este invierno había llovido más bien poco. Otro me dice que el bar no abrirá hasta dentro de un rato... y es una lástima, porque hace muy buena pinta: grande, terraza en parque y a la sombra, un cartel anunciando que hacen brasa... pero, en fin, si no son horas, no son horas.
Nuestros pasos nos llevan también a una enorme plaza con una mastodóntica iglesia (roja) en comparación con el resto de las casas del pueblo, y con virgen en pórtico incluida. Parece ser que desde aquí debería verse el castillo de Arrodenes, una fortificación andalusí del siglo X, cuando Rodenas era el límite occidental de la taifa de Albarracín. Pero no está nada claro. Tal vez si en el siglo XIV Pedro III no lo hubiera derruido piedra por piedra...
Así que, ya véis, en estos pueblos casi olvidados del Teruel profundo siempre aparecerá uno, como por arte de magia, como Rodenas, que además de por su curiosa belleza también destaca por su historia, por su geología... y por su literatura.
Y es que Rodenas aparece en una de las cantigas de Alfonso X el Sabio (Alfonso Equis para los amigos), contando la historia de una señora que se cayó desde una roca y no le pasó nada gracias a la intercesión de Santa María. Es la cantiga 191 y no la voy a reproducir aquí, pero sí os dejo el enlace donde poder leer la original y la currada traducción de Elvira Fidalgo y Xavier Cid: http://www.rodenas.info/cantiga.html.
Cuando salimos de Rodenas, con el excelente sabor de boca que nos había dejado, no sospechábamos que este pueblo todavía nos tenía preparado un dulce postre. Y así, a los cinco minutos, tuvimos que parar junto a las grandes extensiones de cereal pues, al otro lado, esta tierra rodena había modelado en pequeños montículos unas imposibles formas rojas que sólo la imaginación de cada uno puede desvelar.
Un gran broche de oro a una tibia mañana de febrero.

Nota: Y, por favor, que alguien le dé un par de collejas al que instaló la sirena de alarma en la oreja de la Virgen. Será que no había fachada...