Una mirada en dos tiempos
El origen árabe del castillo da nombre a la primera parte de esta localidad: "al-qual'at" (el castillo). Y, aunque no lo parezca, la segunda parte no viene dada por las densas masas arbóreas de esta parte de la sierra de Gúdar, sino porque al reconquistar el pueblo en el siglo XII, el rey Alfonso II lo donó a los monjes de la abadía francesa de la Gran Selva Mayor, en Gascuña. Alcalá de la Selva estuvo en poder de estos monjes hasta 1375, fecha en la que fue vendida a la familia Heredia.
La primera vez que estuve en Alcalá de la Selva fue con Miguel, hace muchos años, y fue por motivos de trabajo. Todavía no era invierno, pero los días ya acortaban y, aunque no llegamos muy tarde, la oscuridad de la noche ya se cernía sobre nosotros. No se veía un alma por la calle e hicimos varias llamadas buscando un alojamiento para esa noche en un pueblo en el que, fuera de la temporada de invierno, no debería haber habido problemas. Pues los hubo. Misteriosamente, no había vacantes. Al final, de una de las casas que llamamos (estábamos en la plaza, junto a la iglesia) se asomó una señora al balcón, y no sé qué se debió creer al vernos con cámaras de fotos, trípodes... el caso es que nos dijo que tenía un apartamento libre, en la última planta de un edificio (propiedad de la señora, nos dijo) en el que no parecía haber nadie más, y en el que "si es sólo para una noche, no voy a ponerles la calefacción". Las noches ya eran frías, pero al menos había mantas.
Nuestra impresión fue que todos los apartamentos ya estaban apalabrados para cuando llegaran los valencianos en la temporada de esquí, y no les merecía la pena alquilar uno "para una sola noche".
Era entre semana, ya casi era noche cerrada, y en el pueblo no daban de cenar en ningún sitio, así que nos mandaron como a 1 Km., a las afueras, a la Virgen de la Vega, donde la sombra fantasmagórica de un impresionante santuario se proyectaba contra las contadas luces de un par de casas (no parecía haber más) y un bar, en el que pudimos comernos tres o cuatro tapas que debían llevar allí desde las 12 de la mañana (si somos optimistas). La "sobremesa de noche" se salvó un poco con el único bar abierto, aún pudimos echar unas risas y unas copas con el camarero (un chaval muy majo, de Montalbán).
Volví a Alcalá de la Selva, con Marta, allá por el año 2009.
Desde el mirador de San Rafael se divisa, a lo lejos, Alcalá de la Selva. En primer plano, en el lugar que antes debió ocupar una densa concentración de pinos, ahora se puede ver una gran urbanización (en Mora nos dijeron que sólo había tres o cuatro casas vendidas). Frente a ella, un campo de golf con nadie jugando.
Alrededor del Santuario de la Virgen de la Vega, las cuatro casas que hubo otrora se habían convertido en cuarenta (por decir un número), y ya no parecía haber problemas de hostelería. Luego leí que estas "afueras de Alcalá de la Selva" se habían convertido en una pedanía de la localidad debido al auge de estas urbanizaciones.
Llegamos al pueblo más o menos a la hora del vermú; no nos cruzamos con casi nadie (por no decir nadie); echamos una caña y una tapa en un bar amplio de una de las calles principales de la localidad, casi frente a la fuente de la que siempre salen unos enormes chorrazos de agua. En el establecimiento, sólo estaba el camarero. Bueno, y nosotros, claro.
Subimos al castillo, construido durante los siglos XIII al XV, y que ya en el siglo XXI parecía recuperado del todo, pero no pudimos entrar, así que fuimos a la gasolinera.
Alcalá de la Selva está cerca de las pistas de esquí de Valdelinares, y la gasolinera está en la rotonda que da acceso a ellas, al pueblo, y a la Virgen de la Vega. No estaba abierta todavía, así que pululamos por los alrededores, y aprovechamos para replegar los últimos arañones que quedaban en un par de solitarias matas.
Al rato llegó el gasolinero en un coche largo, con adornos heavy metaleros y aires años 80-90... un tipo curioso. Como era más o menos pronto, y no había nadie más, nos liamos a charrar y, entre una cosa y otra, acabamos hablando de las endrinas, y de las pocas que habían dejado por ahí. Fue entonces cuando se arrancó ya del todo y nos dijo dónde podríamos coger hasta aburrirnos. Así que, dicho y hecho, cuando acabamos con la gasolina volvimos al pueblo, al lugar que nos había indicado. Y, efectivamente, había endrinas como para aburrir. Pero, lógicamente, en vez de aburrirnos hicimos buen acopio de ellas, de las que salieron unos cuantos litros de pacharán buenísimo.
Así que: ¡Gracias!
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