Cuevas de hospitalidad
Tras conocer Blesa y su entorno, como aún era pronto para regresar a casa decidimos, en uno de esos días "colgados", tomar la carretera que sale entre Lécera y Muniesa en dirección a Alacón, a ver qué había por ahí. Era una de esas horas jaulas, concretamente la de después de comer, y la llana y solitaria carretera traía consigo algo de modorra. Así que, en una campa que vimos con maderas y lo que parecían unos carteles, decidimos parar y tomar un poco el aire para despejarnos (que, por cierto, soplaba bien ese día).
Esta vez, nuestro sorprendente Teruel rompió con el llano por el que veníamos, ofreciéndonos bajo los pies un impresionante cañón, profundo, largo y estrecho. Y abrigo de varias pinturas rupestres, a las que nos acercamos, y en la que nuestros inexpertos ojos no distinguieron nada a pesar de tener delante un esquema con la localización de los dibujos. El resto del barranco, a tareas pendientes.
Luego, lógicamente, nos acercamos al pueblo, curiosamente distribuido sobre una pequeña montaña: cara sur, el casco urbano; cara norte, agujeros que horadan los cimientos del casco urbano en forma de casas/bodegas. Una pequeña Tierra Media con calles/sendas que unen estas viviendas, unas mejor cuidadas que otras, pero todas con trazas de sitios donde pasar un agradable rato. De hecho, en más de una ya se habían reunido grupos de gente que, con brasa, vino y buena conversación, no iban a necesitar nada más durante un buen rato.
Subimos por un lado y bajamos por otro, con parada en el alto, donde la plaza de la iglesia hace de excelente mirador.,
Ya nos íbamos a volver cuando un sistema automatizado de riego en un huerto me llamó la atención (ya veis, en lo que nos entretenemos algunos). Y mirando el susodicho huerto estábamos cuando apareció el dueño, un vecino no muy mayor con el que enseguida cogimos capazo. Él nos contó su vida, nosotros parte de la nuestra… él se ofreció a enseñarnos su bodega y a probar el vino ("la más bonita de todas, seguro que os habéis tenido que fijar cuando habéis pasado" -añadió), nosotros tuvimos que declinar su amable invitación, más que nada porque estas cosas se sabe cómo empiezan pero no cómo ni cuándo acaban, y teníamos que volver a la capital.
Como, por lo visto, no nos podíamos ir de vacío, el hombre aún nos dio una generosa bolsa de almendras ("este año han salido más pequeñas, pero están muy buenas"). Y con las almendras nos despedimos, paramos un momento a ver la balsa empedrada de la ermita de San Miguel, del siglo XVII, y ya cogimos rumbo a casa.
Las almendras, efectivamente, estaban bien buenas. Muchismas gracias, de nuevo.
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