De viejos ríos, plazas nuevas y pórticos espeluznantes
Como es de suponer, Martín del Río es la localidad que da nombre al famoso río Martín, el que aguas abajo forma espectaculares cañones en un territorio protegido al que se le denomina "Parque Cultural del Río Martín". Lo que quizás es menos conocido es que este río no nace aquí, sino que se viene de las aguas que bajan de Vivel del Río (pocas) y de Las Parras (muchas). Pero, en fin, aquí se juntan y este es un buen lugar para darles nombre.
Yo me baña en sus aguas cuando era más pequeño (mucho, mucho más pequeño), con un neumático de tractor, en una época en la que el agua que corría llenaba sobradamente todo el cauce, e incluso más en algunas ocasiones.
Pasada la época infantil llegó la de bajar todos los años para fiestas (eso sí que eran fiestas) y, dicho sea de paso, para llevar el pescado regularmente, pero eso es otra historia.
En todas las ocasiones en las que he estado en Martín he intentado encontrar un momento para ponerme frente a la puerta de la iglesia y contemplar la fachada. La calle es estrecha y te obliga a mirarla de cerca, a meterte en el pórtico y saludar a un bravo personaje a caballo que en algún momento de su historia perdió la cabeza. Y que te obliga a bajar la mirada poco a poco por sus columnas hasta llegar a una base arenisca que el tiempo, el viento y el agua ha ido modelando, dejando suaves curvas de deterioro, y confiriendo al conjunto una belleza que siempre me ha parecido un poco tétrica, con ese viejo color gris-verdoso-marrón.
Siempre me preguntaba cuánto iban a durar las cantareras allí arriba, antes de que la erosión de la base las hiciera caer.
También sabía que no lo vería.
Pero este pasado 27 de febrero algo había cambiado. Las cantareras, el caballo con el jinete sin cabeza a sus lomos... no parecían iguales. Bajando la vista, como siempre, encontré la respuesta: habían empezado a arreglar/restaurar la base de la iglesia, y algún trozo más. Me invadió una gran alegría y entonces vi claramente lo que estaba pasando en el pueblo: en vez de rendirse había apostado fuerte; el espeluznante pórtico iba a seguir allí muchos más años, se arreglaban casas y se construían otras nuevas, modernas, aunque no pegaran ni con cola con el resto del pueblo... si hasta el bar París, un bar que yo creía que ya estaba allí cuando llegaron los íberos (o los romanos, o los árabes) para edificar el pueblo a su alrededor, tenía una fachada pulcramente pintada, con un cartel con su nombre patrocinado por la cerveza Estrella Damm...
Martín del Río había dejado de ser el pueblo que conocí hace treinta años, y se había apuntado al siglo XXI.
Han abierto un restaurante, La Posada, en el que me han dicho que se come muy bien (las dos veces que lo he intentado estaba cerrado), hay un camping en las afueras (muy, muy en las afueras), un parque infantil, y han hecho un ayuntamiento nuevo de cristales y madera junto a una plaza minimalista y poco práctica salvo para fiestas (a mi parecer), lisa y lasa, sin sombras en verano y como pista de patinaje sobre hielo en invierno (la vi por primera vez hará un par de años, una mañana en la que el termómetro del hotel del cruce de Utrillas marcaba 17º bajo cero).
Me alegro por Martín del Río, y espero que sigan haciendo esas fiestas/comidas/lifaras de hermandad en Los Santos. Y que siempre, siempre, siga bajando agua por ese nuestro viejo río.
Como es de suponer, Martín del Río es la localidad que da nombre al famoso río Martín, el que aguas abajo forma espectaculares cañones en un territorio protegido al que se le denomina "Parque Cultural del Río Martín". Lo que quizás es menos conocido es que este río no nace aquí, sino que se viene de las aguas que bajan de Vivel del Río (pocas) y de Las Parras (muchas). Pero, en fin, aquí se juntan y este es un buen lugar para darles nombre.
Yo me baña en sus aguas cuando era más pequeño (mucho, mucho más pequeño), con un neumático de tractor, en una época en la que el agua que corría llenaba sobradamente todo el cauce, e incluso más en algunas ocasiones.
Pasada la época infantil llegó la de bajar todos los años para fiestas (eso sí que eran fiestas) y, dicho sea de paso, para llevar el pescado regularmente, pero eso es otra historia.
En todas las ocasiones en las que he estado en Martín he intentado encontrar un momento para ponerme frente a la puerta de la iglesia y contemplar la fachada. La calle es estrecha y te obliga a mirarla de cerca, a meterte en el pórtico y saludar a un bravo personaje a caballo que en algún momento de su historia perdió la cabeza. Y que te obliga a bajar la mirada poco a poco por sus columnas hasta llegar a una base arenisca que el tiempo, el viento y el agua ha ido modelando, dejando suaves curvas de deterioro, y confiriendo al conjunto una belleza que siempre me ha parecido un poco tétrica, con ese viejo color gris-verdoso-marrón.
Siempre me preguntaba cuánto iban a durar las cantareras allí arriba, antes de que la erosión de la base las hiciera caer.
También sabía que no lo vería.
Pero este pasado 27 de febrero algo había cambiado. Las cantareras, el caballo con el jinete sin cabeza a sus lomos... no parecían iguales. Bajando la vista, como siempre, encontré la respuesta: habían empezado a arreglar/restaurar la base de la iglesia, y algún trozo más. Me invadió una gran alegría y entonces vi claramente lo que estaba pasando en el pueblo: en vez de rendirse había apostado fuerte; el espeluznante pórtico iba a seguir allí muchos más años, se arreglaban casas y se construían otras nuevas, modernas, aunque no pegaran ni con cola con el resto del pueblo... si hasta el bar París, un bar que yo creía que ya estaba allí cuando llegaron los íberos (o los romanos, o los árabes) para edificar el pueblo a su alrededor, tenía una fachada pulcramente pintada, con un cartel con su nombre patrocinado por la cerveza Estrella Damm...
Martín del Río había dejado de ser el pueblo que conocí hace treinta años, y se había apuntado al siglo XXI.
Han abierto un restaurante, La Posada, en el que me han dicho que se come muy bien (las dos veces que lo he intentado estaba cerrado), hay un camping en las afueras (muy, muy en las afueras), un parque infantil, y han hecho un ayuntamiento nuevo de cristales y madera junto a una plaza minimalista y poco práctica salvo para fiestas (a mi parecer), lisa y lasa, sin sombras en verano y como pista de patinaje sobre hielo en invierno (la vi por primera vez hará un par de años, una mañana en la que el termómetro del hotel del cruce de Utrillas marcaba 17º bajo cero).
Me alegro por Martín del Río, y espero que sigan haciendo esas fiestas/comidas/lifaras de hermandad en Los Santos. Y que siempre, siempre, siga bajando agua por ese nuestro viejo río.
1 comentario:
Ojalá esa forma de apostar por el futuro la viéramos en más pueblos de este Teruel nuestro tan abandonado.
NO he estado por ahí, es una de las rutas que quiero hacer. Me va a ser útil tu blog ! Un saludo
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