Desde Caminreal, la carretera parte en línea recta sin vegetación a los lados, tipo road movie made in USA, pero un desvío a la derecha (al que hay que estar atento) nos mete en una carretera secundaria (terciaria, más bien) que poco a poco va abandonando el llano y avanza siguiendo un barranco en el que las carrascas y los pinos bajos dan algo de color al trayecto.
Finalmente llegamos a Rubielos de la Cérida, pero en vez de entrar al pueblo tomamos la circunvalación porque nuestro primer objetivo es visitar los vestigios de la guerra civil que hay en las afueras. Se trata de un lugar atrincherado en un montículo, con unas extensas vistas a los terrenos de matorral bajo tan característicos de esta parte de Teruel.
Y es que la gente de Acrótera ha hecho una labor extraordinaria de recuperación de esta zona, clave en el desarrollo de la tristemente pasada guerra civil. Se ha rehabilitado, sobre todo, el largo e intrincado camino atrincherado que bordea la loma, lo que permite que el visitante pueda pasear por ellas, asomarse a los puestos de tirador, agobiarse en las zonas soterradas donde los militares debían hacer vida, orientarse entre los otros montes similares... y tal vez llegar a preguntarse cómo pudimos llegar a provocar esta guerra, a matarnos entre nosotros durante tantos años...
El pueblo es tranquilo y hace algo de fresco. Bajamos por la iglesia (donde también se puede jugar a baloncesto) y rodeamos el peirón. No vemos a nadie y continuamos nuestro paseo, poco a poco, en dirección a la plaza.
De pronto, unos bocinazos ensordecedores rompen el sosegado silencio, como un cristal al que le han metido una pedrada. El estrepitoso coche que empezó anunciando su visita a la entrada del pueblo continúa por las calles de Rubielos pitido va, pitido viene. Es el panadero (si no recuerdo mal), y el aparentemente vacío pueblo de repente centra su actividad en la plaza, donde ya hay concentrado un grupo de personas, todas mujeres, hablando sin parar mientras, por un inexistente orden, van pidiendo lo que necesitan a un ajetreado personaje que no llega a salir del todo de la caja de la C-15 (o furgoneta parecida).
Y nosotros allí, mirando, como si no lo hubiésemos visto nunca (y más en Teruel), junto a la balsa.
Una balsa que en tiempos era terreno de huertos y que, según cuentan, apareció un día en el que el cura estaba leyendo un libro ahí; en estas que se fue a casa a beber algo pues era un día de mucho calor, y dejó el libro y la silla. Al volver, en vez de silla y libro se encontró con un agujero. Y con un buen susto, imagino.
El caso es que a partir de entonces el agujero/pozo ha ido creciendo poco a poco y, a pesar de los esfuerzos de la gente por volver a taparlo echando grava, escombros y cosas parecidas, la sima seguía yendo a su marcha, aumentando su tamaño y engullendo un carro cargado con sacos de trigo, material de guerra (armas, bombas...) que los vecinos arrojaron tras la guerra civil por miedo a represalias de nuevo régimen...
Nosotros seguimos oyendo al vendedor y a sus clientas a nuestras espaldas, y aún nos quedamos un rato contemplando la balsa. Eso sí, desde la barrera.








Finalmente llegamos a Rubielos de la Cérida, pero en vez de entrar al pueblo tomamos la circunvalación porque nuestro primer objetivo es visitar los vestigios de la guerra civil que hay en las afueras. Se trata de un lugar atrincherado en un montículo, con unas extensas vistas a los terrenos de matorral bajo tan característicos de esta parte de Teruel.
Y es que la gente de Acrótera ha hecho una labor extraordinaria de recuperación de esta zona, clave en el desarrollo de la tristemente pasada guerra civil. Se ha rehabilitado, sobre todo, el largo e intrincado camino atrincherado que bordea la loma, lo que permite que el visitante pueda pasear por ellas, asomarse a los puestos de tirador, agobiarse en las zonas soterradas donde los militares debían hacer vida, orientarse entre los otros montes similares... y tal vez llegar a preguntarse cómo pudimos llegar a provocar esta guerra, a matarnos entre nosotros durante tantos años...
El pueblo es tranquilo y hace algo de fresco. Bajamos por la iglesia (donde también se puede jugar a baloncesto) y rodeamos el peirón. No vemos a nadie y continuamos nuestro paseo, poco a poco, en dirección a la plaza.
De pronto, unos bocinazos ensordecedores rompen el sosegado silencio, como un cristal al que le han metido una pedrada. El estrepitoso coche que empezó anunciando su visita a la entrada del pueblo continúa por las calles de Rubielos pitido va, pitido viene. Es el panadero (si no recuerdo mal), y el aparentemente vacío pueblo de repente centra su actividad en la plaza, donde ya hay concentrado un grupo de personas, todas mujeres, hablando sin parar mientras, por un inexistente orden, van pidiendo lo que necesitan a un ajetreado personaje que no llega a salir del todo de la caja de la C-15 (o furgoneta parecida).
Y nosotros allí, mirando, como si no lo hubiésemos visto nunca (y más en Teruel), junto a la balsa.
Una balsa que en tiempos era terreno de huertos y que, según cuentan, apareció un día en el que el cura estaba leyendo un libro ahí; en estas que se fue a casa a beber algo pues era un día de mucho calor, y dejó el libro y la silla. Al volver, en vez de silla y libro se encontró con un agujero. Y con un buen susto, imagino.
El caso es que a partir de entonces el agujero/pozo ha ido creciendo poco a poco y, a pesar de los esfuerzos de la gente por volver a taparlo echando grava, escombros y cosas parecidas, la sima seguía yendo a su marcha, aumentando su tamaño y engullendo un carro cargado con sacos de trigo, material de guerra (armas, bombas...) que los vecinos arrojaron tras la guerra civil por miedo a represalias de nuevo régimen...
Nosotros seguimos oyendo al vendedor y a sus clientas a nuestras espaldas, y aún nos quedamos un rato contemplando la balsa. Eso sí, desde la barrera.









