martes, 4 de octubre de 2011

Mirambel (Maestrazgo)

Un premio al lavado de cara
Situado al pie de la muela de Monchén, junto al río Cantavieja, limitando ya con la provincia de Castellón, y a casi mil metros de altitud, nos encontramos con Mirambel, una villa medieval de calles empedradas, grandeza renacentista y sólida muralla, rezumando historia por cada uno de sus rincones. Conquistado por Alfonso II hacia 1169, perteneció a la Orden del Santo Redentor y, posteriormente, a los Templarios. Desde aquí partió Jaime I de Aragón a la conquista de Morella y aquí formaron un núcleo importante los carlistas en el siglo XIX.
Recuerdo que la primera vez que fui la carretera era de esas viejas del Maestrazgo: estrecha, rota, con muchas curvas... y larga, larguísima. Pero el eterno viaje tuvo su recompensa con un pueblo con sabor a pueblo, con sus casas y casonas viejas pero regias, y alguna que otra obra indicativa de arreglos y mejoras.
Por cinco entradas se puede acceder a Mirambel, pero sólo por una en vehículo. No lo hagáis. Dejadlo fuera y que sean vuestros pasos los que os guíen por la calzada, los que os hagan atravesar los portales de las Monjas, de San Roque, del Estudio, de la Fuente y el Valero, y que esos pasos os bajen al río, os lleven a la calle Mayor y, por esquinas y callejas, se planten en la plaza de la iglesia.
Mirambel fue declarado Conjunto Histórico Artístico en 1980, y en 1982 Europa Nostra le concedió la medalla de oro por los trabajos de restauración y embellecimiento, que han continuado durante los años siguientes hasta dejar un pueblo casi nuevo. Personalmente, soy de los que prefieren ese aire de pueblo viejo de siempre a las fachadas excesivamente limpias, pulcras, con losas perfectamente arrejuntadas con cemento del siglo XX. Aunque también tengo que decir que han dejado Mirambel hecho un pincel. Un encanto que merece visitarse con calma y dejando que la vista llegue a cada detalle, antes de regresar a extramuros, a por el coche.
Y, naturalmente, no podemos dejar este lugar sin mencionar a Pío Baroja, ese gran escritor de la generación del 98 (aparte de médico) que, con su novela La venta de Mirambel, dio a conocer este pueblo más allá de las fronteras turolenses. A esta novela pertenece un relato que cuenta las maldades de un cura (según algunas versiones, un hechicero descendiente de un maestre templario) llamado Francisco de Montpesar, y que más o menos la historia dice así:

Siendo Francisco de Montpesar un cura joven, fue enviado al pueblo de Mirambel como párroco. Aunque al principio conquistó el cariño de sus parroquianos, muy pronto su carácter bondadoso y alegre se trastocó.
Algunas jóvenes, de las que acudían a recibir clases de órgano, comenzaron a desaparecer. Contaban otras que habían sido seducidas y ofrecidas a Satanás. Incluso hubo quien engendró monstruosos niños que mordían los pechos de sus nodrizas.
Solía el cura reunirse con La Garrocha, una vieja bruja, en una ermita de las afueras del pueblo, y allí tenían lugar aquelarres en los que, entre cánticos burlones, se adoraba al diablo, se invocaba su nombre y se fabricaban brebajes alucinógenos. Lucifer solía tomar forma de gato negro, y los príncipes de su corte cobraban el aspecto de hermosas mujeres.
Seguido a todas partes por un terrible perro negro, Montpesar solía montar a caballo durante las noches de lluvia y cuando el viento soplaba más fuerte.
Finalmente, la Inquisición tomó cartas en el asunto. Viendo en el perro el origen maligno del comportamiento del cura Francisco de Montpesar, lo estrangularon y quemaron. De esta manera, el sacerdote recobró su ser natural.
De cuando en cuando se escuchan en Mirambel unos ruidos de cadenas penitenciales que son arrastradas. Es Montpesar, que está purgando sus culpas.

2 comentarios:

Osselin dijo...

Gracias por tu trabajo y tu esfuerzo desinteresado.

Unknown dijo...

Gracias a la gente como tú, Josep.