martes, 28 de agosto de 2012

Tronchón (Maestrazgo)

La Matilde
Fuimos a Tronchón aposta a comer en casa de La Matilde. Tal cual.
Llevábamos ya más de un año rumiando el venir aquí porque nos habían dado muy buenas referencias. Pero, como pasa muchas veces, lo vas dejando, lo vas dejando… Así que un buen día se nos cruzaron los cables y dijimos: "Hala, vamos a comer". Y dicho y hecho, salimos de Zaragoza y nos plantamos en Tronchón.
Llegamos a este pueblo templario, declarado conjunto histórico artístico en 1983, a la hora de comer (ya estaba todo previsto). Dejamos la furgoneta aparcada a la entrada del pueblo (recordad lo que digo siempre de no entrar a los pueblos pequeños con el coche), y fuimos a buscar la casa de la Matilde pensando que, a pesar de no llevar ninguna referencia, en una villa como Tronchón la encontraríamos rápido, ya que esto no es Washington. Efectivamente, pasamos por la plaza de la iglesia y el ayuntamiento, y en seguida vimos en la esquina de un edificio: "Comidas Caseras - Casa Rural Matilde". Otra cosa fue entrar.
Buscando un cartel sobre una puerta que especificara más el acceso, estuvimos un rato dando vueltas a la manzana, oyendo todo el tiempo ruido de cocinas y comensales. Al fin, nos atrevimos a llamar al timbre de una puerta (más que nada, también por preguntar), y tras una cortina se oyó una voz queda: "¿Llamaaan?" (así, estirando la "a" del final). Arriesgándonos a que fuera este el lugar, contestamos: "Sí, veníamos a ver si podíamos comer…". Y hubo suerte, porque la voz volvió con un: "Ah, pues pasen, pasen…". Y pasamos, Vaya, que si pasamos. Un poco más y hasta la cocina.
En los pueblos el tiempo transcurre de distinta forma que en las ajetreadas ciudades. A veces, un minuto esperando a ver qué carta echa tu contrincante al guiñote te parece una eternidad, y otras, los veinte minutos que tardan en atenderte en un restaurante se te pasan volando. Porque te da tiempo a ver la decoración (fotos familiares al lado de un póster de un cuadro de Dalí o un barco en el mar, al lado de una mesa cajonera que ya debía estar ahí cuando hicieron la casa, todo escasamente iluminado con luces que parecían traídas del Ikea…), e incluso da tiempo a ver toda la casa si es que te decides a viajar hasta el baño. Desde luego esta casa, en la que el lado práctico de las cosas se conjuga apelotonadamente con elementos antiguos y modernos, debería estar subvencionada.
Llega una chica y nos suelta una retahíla de platos que hace las delicias de nuestros oídos, todo cocina casera y contundente, y elegimos tres primeros y tres segundos, por probar lo más posible y con la seguridad que nos da ver a una abuela pequeña trajinando de aquí para allá, sin parar, en la cocina y, a ratos, en el enorme comedor. Es la Matilde, nos dice la chica, y que para beber, vino. No hay carta de vinos; sólo hay "vino", y es lo primero que nos trae, afortunadamente acompañado de gaseosa (¡qué invento, la gaseosa!).
A la pobre señora Matilde se le han debido de romper todos los platos, o eso creemos, cuando aparece de nuevo la chica con tres fuentes tipo ensaladera con los primeros "platos". Unos garbanzos con alioli, una menestra de verduras de huerto y no recuerdo qué otro pozal más fueron la presentación de una comida larga, abundante y buenísima, toda ella regada con vino de batalla y gaseosa.
Tras la opípara comida, el café y las copas (que aquí, todo hay que decirlo, sí que flojearon un poco las cosas), hay que esperar tro poco para pagar, pues la señora parece estar más por la labor de dar bien de comer que por la de cobrar.
El colofón lo puso un pequeño cuarto donde la Matilde tenía una pequeña tienda con "de todo", así que obligatoriamente había que salir de allí con el excelente queso de Tronchón. Buenísimo. Tanto, que ya lo menciona Miguel de Cervantes en la segunda parte del Quijote (cap. LXVI), donde Sancho y un lacayo del duque, Tosillos, dan buena cuenta de él.
Así que esta aventura sanchopancesca la voy a terminar con este fragmento del Quijote, como cuña cultural, y animando a que os leáis (entera) esta gran obra:
-(…) y yo voy ahora a Barcelona a llevar un pliego de cartas al virrey, que le envía mi amo. Si vuesa merced quiere un traguito, aunque caliente, puro, aquí llevo una calabaza llena de lo caro, con no sé cuántas rajetas de queso de Tronchón, que servirán de llamativo y despertador de la sed, si acaso está durmiendo.
-Quiero el envite -dijo Sancho-, y échese el resto de la cortesía, y escancie el buen Tosillos, a despecho y pesar de cuantos encantadores hay en las Indias.
-En fin -dijo don Quijote-, tú eres, Sancho, el mayor glotón del mundo, y el mayor ignorante de la tierra, pues, no te persuades que este correo es encantado, y este Tosillos contrahecho. Quédate con él, y hártate; que yo me iré adelante poco a poco, esperándote a que vengas.
Rióse el lacayo, desenvainó su calabaza, desalforjó sus rajas, y sacando un panecillo, él y Sancho se sentaron sobre la yerba verde, y en buena paz y compaña despabilaron y dieron fondo con todo el repuesto de las alforjas, con tan buenos alientos, que lamieron el pliego de las cartas, sólo porque olía a queso.
Miguel de Cervantes
Don Quijote de la Mancha - Segunda parte - Capítulo LXVI